Rompimos las ventanas y yo, apenas ya sin fuerzas, salté primero. La caída fue brutal, pero sobreviví… si podemos llamar vivir a lo que ha venido después. Ella jamás saltó desde aquella ventana.
Desperté en una cama de hospital que nunca debió ser mía. Mi cuerpo tardó en reponerse. Lo del alma no tiene arreglo. Es imposible entender por qué, de los dos, me tocó a mí permanecer, saltar, continuar con este amago de vida-después-de-aquel-día. Es complicado asumir la fortuna (o no) de poder tener este testimonio, la valentía (o no) que tuve para lanzarme por aquella ventana. Salté primero para mostrarle el camino, para hacerle ver que era la única salida, para convencerle de que era posible escapar. La puerta del salón estaba bloqueada y sólo quedaba una forma de huir del fuego que ya devoraba la mitad de nuestra casa. Ella, en shock, emitía pequeños gemidos, aterrorizada. Yo le mostré el vacío a través de la ventana. “Solo es un piso, podemos hacerlo”. Pero ella negaba con la cabeza.
Hoy, cinco años después, compruebo sobre el terreno que no solo ella murió allí. También una parte de mí, ese “nosotros” que habíamos construido durante seis años y medio, el proyecto de lo que queríamos hacer, aquella casa que, poco a poco, habíamos convertido en hogar… No queda nada. Hoy todo lo “nuestro” son cenizas. Los muros que dividían las habitaciones son meros escombros derruidos por el suelo, no hay rastro de muebles ni de nada que pueda hacer creer que en algún momento aquel lugar encerró vidas. Las ventanas, que un día nos ofrecieron la salvación, hoy son vanos con vistas a ninguna parte y a las que nadie se asoma. El salón de lo que fue nuestra casa es actualmente la morada de un graffiti.
- Mira papá, una patinadora con látigo. –Me ha dicho mi hijo cuando hemos paseado por la casa abandonada.
- Es una patinadomadora. -He improvisado y se ha reído.
- Es una patinadomadora. -He improvisado y se ha reído.
Esa risa, que siempre agradeceré que aquella noche estuviera en casa de sus abuelos, es lo único que ha hecho que merezca la pena esta supervivencia a lo largo de estos cinco años. Él es mi clavo ardiendo en el corazón, al que me agarré después de caer de aquella ventana.
- Y la patinadomadora ¿puede ser mamá?
Entonces, un nudo en la garganta y una sonrisa que esconde un sufrimiento de noches que siempre acaban ardiendo. Finalmente asiento.
- Claro que sí. Puede ser quien tú quieras.
- Entonces es mamá.
Y a sus cinco años, el muy canalla, me ha hecho prometer que cada sábado a mediodía volveremos a este mismo lugar, a visitar a mamá, a contarle cómo nos va sin ella y a verle patinar, sobre su monopatín y con su bikini rojo, mientras intenta domar el lugar hostil en el que ha quedado atrapada para siempre.
[Texto: Ciudadano B
Foto: Paula B]